jueves, marzo 30, 2006

Un Melox para Kurt


Cuenta la historia que una de las cosas que formaron ese tremendo hartazgo que derivó en el suicidio de Kurt Cobain hace casi doce años (este próximo abril) fueron sus dolores gástricos. Sí, ese sujeto de los ojos azules, el cabello rubio y la mirada entre triste y perdida padecía unas tremendas úlceras gástricas que lo postraban habitualmente.
Alguna vez dijo en una entrevista, creo que a MTV, que su principal motivación para ponerse hasta la madre de heroína eran justamente esos dolores estomacales, que prefería vivir como un drogadicto a soportarlos.
Pienso en eso mientras escucho a The Yeah yeah yeahs con la furibunda voz de su sexy vocalista, y mientras se cumplen 20 horas del nacimiento de una intensa punzada en mi estómago. Sí, la puta gastritis de nuevo...
Tenías razón, querido Kurt, estas cosas son una buena razón para justificar una vida de drogadicción.... Quién sabe, tú tenías un año más de vida que yo cuando te diste aquel balazo como quien se toma un antiácido muy fuerte, quizá en un año la idea tampoco se vea tan descabellada. Los Melox comienzan a parecer insuficientes.

lunes, marzo 27, 2006

Todos somos Diego

Sin cambiar un ápice mi opinión sobre los reporteros de televisión, la pregunta del tipo en verdad fue buena: "¿Qué hace la diferencia entre la cobertura que se le da al caso Diego Santoy y el proceso de investigación y creación de 'A sangre fría' de San Truman Capote, patrono de los Buenos Periodistas y de los Periodistas Pretenciosamente gays?".
Sí, es cierto: de alguna manera la interrogante es obvia, pero en un escenario en el que nos preguntábamos qué demonios significa el mejoramiento en el contenido de medios (con la coyuntura manifiesta de "Capote" en cines y Phillip Seymour Hoffman y el Oscar y los Clutter asesinados, Kansas y el Newyorker), parecía bastante apropiado analizar al menos por un instante qué distancia es la que separa a la piedra angular del periodismo moderno de la nota policiaca que más sangre ha escurrido por las páginas locales de los periódicos regiomontanos en varios años.
En realidad la pregunta es más simple: ¿Dónde terimina el morbo y empieza el arte (en el entendido que Sangre Fría es el arte de la literatura fundamentado en la artesanía del periodismo, puta, qué mamón soy a veces)? Todo esto acentuado al considerar que el crimen que derivó en el libro de Capote fue igual o más sanguinario que el de los niños Peña Coss: una familia completa asesinada en la privacidad (y vulnerabilidad) de su propia casa por el ridículo móvil de una inexistente fortuna en efectivo que terminó en el robo de 50 estúpidos dólares.
Seamos honestos, damas y caballeros, es más loable matar por amor que por 50 dólares.
Entonces, siendo Diego Santoy más poético, tan poético que sólo Sheakespeare se le podría haber ocurrido semejante drama, ¿por qué su historia es la muestra más vil del amarillismo periodístico? La respuesta de Angélica Valle -para quienes no lo sepan, directora de contenidos noticiosos en Multimedios Televisión y por cierto, antigua maestra de Silva y mía de Periodismo Noticioso - fue la siguiente: "Truman Capote entró en la psicología de los involucrados y le dedicó cinco años a su investigación, no fue una nota de un dia para otro".
Así de simple. De hecho, no dudo que allá a final de los 50's los periódicos de Kansas hayan escurrido toda la sangre posible en unos cuantos miles de bites por la misma nota que le valió al maricón pretencioso ése pasar a la historia como uno de los mejores escritores estadounidenses del siglo XX y su libro como la Biblia de los periodistas.
Ya hace algunos meses le dediqué un post bastante amplio al tema de Capote y las implicaciones éticas de haberse jugado el todo por el todo en una investigación, los conflictos internos por involucrarse emocionalmente en un trabajo como el que emprendió y que en la película de Hoffman quedan perfectamente delineados con la leyenda al final de la historia "Truman Capote no volvió a terminar una novela tras la publicación de 'A sangre fría'".
El punto ahora es si la violencia vale la pena ser contada, si esa sangre y tragedia merecen ser proyectadas en forma de imagen televisiva, de crónica policiaca, de lo que sea... Todo sobre un contexto donde todo debe ser políticamente correcto, donde las buenas conciencias aplican bajo cualquier ideología, donde todo está vedado.
Hace unos días un amigo muy cercano (a quien llamaré "El Panista que Piensa como Perredista")me decía que todo el caso Santoy era una estrategia de los grandes poderes para opacar las campañas presidenciales y el proceso electoral en general (no, Silva, contrario a lo que puedas pensar en verdad no era perredista), y tras una sonrisa cínica hacia mi interior, me di cuenta de lo simples que son las cosas: no hace falta una campaña armada por los grandes capitales, simplemente la violencia nos atrae, la sangre nos seduce, no es ninguna novedad. Mientras haya medios de comunicación operados por personas, por seres humanos, habrá sangre. No porque venda, no porque desvíe la atención, sino porque los medios son operados y consumidos por seres humanos con institnos animales. Punto. Queremos sangre. Queremos beberla. Queremos -somo Santo Tomás en el diálogo más gore de la Biblia- "meter el dedo en las heridas de Jesucristo" (Chale... imagínense a San Sigmund El Perverso de Viena si hubiese nacido entonces). El punto -y eso también lo dijo Angélica Valle - es cómo hacerlo.
El periodismo se fundó sobre cuerpos putrefactos y sangre coagulada. La violencia siempre ha estado ahí. El punto es la manera, cómo contarlo.
Cuando El Panista que Piensa como Perredista me presentó sus teorías de conspiración, no pude más que preguntarme por qué los últimos 20 días había dedicado mis días y noches a pensar en el caso Santoy y si tenía algún caso hacerlo, aun si en mis entrevistas descubría que Diego es un extraterrestre que se alimenta de la sangre de hijos bastardos de mujeres promiscuas de alta alcurnia y cotización. Quiero pensar que por encima de todo está la Verdad, que por encima de los pleitos empresariales que el caso significó, algo importa más y eso es la verdad, sea cual sea. Por eso estamos ahí, por eso seguimos al pie.
Ahora, ¿por que no otros casos? Porque ningun otro caso -salvo el caso Castrillón en 2002 -había afectado tantos intereses en empresas, gobiernos y medios de comunicación.
El morbo y el amarillismo son aderezos que le restan honorabilidad a una investigación, pero dentro de todo tengamos presente que el fondo -contrario a lo que se nos dice -no sólo son dos niños muertos, sino la posibilidad de que haya un culpable todavía en la calle y que todos, gobierno y medios de comunicación, lo estén protegiendo.
El problema no es hablar de sangre, sino regodearse en ella como quien se come el aderezo y los cruttones de una ensalada pero deja lo demás a de lado.
Todo lo que importa en esto, lo único que importa en esto, es la verdad.
Finalmente, la cobertura periodística al caso Santoy no sólo tiene el mismo valor que la de un fraude en gobierno o de un destape electoral, en mi perpectiva tiene mucho más fondo, más valor que la entrevista diaria que da el gobernador del Estado, pues se trata de encontrar una verdad absoluta, dar con un asesino, y sobre todo, analizar los límites y alcances de la condición humana, no lamer las suelas de un político de cuarta venido a más, publicar lo que dice sólo porque él decide que lo que dice es importante y porque nosotros sentimos que con cuestionamientos inteligentes y razonados ya somos periodistas osados, audaces y resueltos, sin darnos cuenta que a veces el servilismo está en el simple hecho de estar ahí.
Al final de todo, Diego Santoy no es ninguna bestia, no es ningún animal. Aceptémoslo por difícil y que sea y por tentador que resulte condenarlo a la inquisición: Diego es tan humano como todos nosotros, Diego es una persona que pudo ser cualquiera de nosotros con el motivo preciso maximizado. Ese elemento es lo que lo vuelte tan trágico y tan relevante su historia.

martes, marzo 14, 2006

Quimera

No pretendía publicar aqui este texto debido a su extención, sin embargo, alguien me convenció de hacerlo y helo aqui, finalmente si alguien lo quiere leer completo puede hacerlo y si no, pues no. Pretendía agregar una imagen que ya tenía pero el pinche blogger está fallando. Un saludo a todos.

Quimera

-No puedo hacerlo… lo sé, –pensaría Lola antes de abrir la caja y cerrar los ojos, resistiéndose a mirar dentro el cadáver calcinado de su hijo, ese montón de cenizas que tampoco habría podido ver en la morgue horas antes: paralizada en ese terror por borrar de su cabeza la imagen del niño y guardar la de una masa negra y deshidratada al borde de desmoronarse, igualmente frágil para el tacto que para el viento, tanto que un soplo bastaría para reducir la deformada anatomía a millones de granos de polvo.
Sostendría la tapa por unos instantes de insoportable eternidad, pero finalmente la cerraría sin llegar a ver el diminuto cuerpo de su hijo.
El sol estaría apenas dando señales de existencia en el horizonte. Sus primeros rayos se alcanzarían a colar por el aún fresco aire de la funeraria sin dar calor a nada, como una luz inútil salvo por la fatal estética, pues los tenues rayos se colarían por las ventanas como Hilo de Virgen en esas fotos y pinturas donde supuestamente la Virgen se asoma entre las nubes y desde las alturas, mirando desde la comodidad del paraíso cómo nos pudrimos en este “Valle de Lágrimas”.
A Lola esos rayos le recordarían la mañana en que nació su hijo, con ella en el quirófano enterándose del niño muerto. El dolor. La terrible sorpresa. Los doctores incapaces de explicar nada en concreto, que si el peso del niño, que si el alcoholismo de Lola, que si tener un hijo después de los 40, que si todo estaba acabado. Minutos después, ya camino a la morgue, el niño habría comenzado a llorar. Lola, al escuchar ese tardío e imposible llanto, habría pensado en un Hilo de Virgen cayendo sobre ella.
Probablemente eso mismo pensaría entonces, recordándolo una y otra vez frente al féretro de su hijo, aguardando que de la manera más intempestiva saliera de la caja metálica y comenzara a llorar el llanto de la vida, el llanto de quien nace y el golpe de la existencia le resulta demasiado fuerte. El llanto de quien vuelve a nacer y se escapa de la muerte fatídica.
La sala de velación sería grande y acogedora, con múltiples sillones y una elegante alfombra negra, con el féretro oculto tras una tabla roca gris oscuro como el resto de las paredes; sin embargo, ella estaría sola, nadie habría llegado para entonces y en el fondo de su ser Lola comenzaría a entender que nadie la acompañaría, que estaría sola cuando la carroza llevara las cenizas y el féretro hasta el panteón para darle punto final a una muerte que según su estómago y el dolor en el pecho, apenas estaría iniciando.
En eso pensaría cuando las ganas de llorar se posesionaran nuevamente de sí, cuando la debilidad volviera a sangrar como herida profunda y su voz inexistente se quebrara en el silencio donde bajo cualquier otra circunstancia estaría segura: Dos pasos hacia atrás y se derrumbaría en el sillón, ese sillón que parecería de emergencia para las madres, esposas, hijas a las que la fuerza les falla de última hora y terminan hundidas como frágiles buques destrozados en el fondo del salado y frío mar. Lola se acurrucaría sobre el sillón y trataría de dormir al menos un poco, el alma se le habría escapado como el agua se habría evaporado del cuerpo de su hijo y su cuerpo se sentiría más como una carga pesada y extenuante.
…Y dormiría. El cansancio la vencería y dormiría dos horas completas echada en posición fetal sobre el sillón de cuero negro frente al féretro. Agotada. Derrotada por la angustia acentuada con la soledad. Como si llevara sobre sus hombros el peso del universo completo y el pesar de todos quienes habitan en él, como si todo fuera culpa suya, como si fuera responsable de todo, de la creación y la decadencia, de la alegría y la tristeza, de la luz de la más lejana estrella y del más pequeño grano de arena en las suelas de sus zapatos. De todo.
Al despertar no sentiría descanso. El desgano, la modorra, sus párpados pesarían igual, el dolor sería el mismo y sus sueños seguirían ausentes, porque a Lola le sería imposible recordar la última vez que soñó, la última imagen de su subconsciente; su pernoctar sería una vigilia pasiva e inútil, sin descanso, alivio ni tregua.
Un frío profundo le paralizaría las articulaciones. Un dolor agudo clavado en el cuello por la mala postura y las rodillas tronando a cada flexión. Se levantaría ya sin el llanto a cuestas, como en un minuto de gracia dado por el sufrimiento.
Con dificultad daría unos pasos tratando de no ver el ataúd, como una evasiva en defensa de su propia vertical, para dejar atrás el llanto al menos por unos instantes.
La mañana ya habría entrado en toda su plenitud. Por la ventana los rayos tendrían mucha más fuerza y los hilos de Virgen habrían dejado lugar a una intensa y ardiente luz como lengua de Luzbel.
Lola saldría con lentos pasos del velatorio rumbo al vestíbulo, allá donde ya no habría alfombra y sus pasos retumbarían en todo el inmueble. Desde el recibidor hasta cada uno de las 5 distintas capillas de velación, sus pasos como latidos retemblarían sin que nadie pudiera escucharlos. Nadie.
Extrañada, Lola buscaría alguna persona que le diera información sobre los servicios religiosos, pues nadie le habría detallado los pormenores de la ceremonia, ella simplemente habría llegado durante la madrugada siguiendo el cadáver del niño como quien persigue un difuso sueño al despertar, tratando de guardarlo en la memoria aunque con la certeza inconsciente del fracaso que tarde o temprano su intento significará.
Pero no habría nadie: las capillas, las oficinas, las salas adjuntas, todo estaría vacío y con una limpieza tan extrema que rozaría en lo antiséptico, dejándole una sensación de muerte triste y vacía.
-¿Hola? ¿Hay alguien? –preguntaría Lola al regresar al vestíbulo tras su fallida búsqueda, pero sólo el eco le daría respuesta en medio de esa limpidez y ese silencio que pronunciarían aún más la enormidad del recinto. -¿Hola? –Pero la respuesta no llegaría.
Lola se sentiría diminuta en esa soledad, en ese vacío helado que la abrumaría, superada como un soplo de aire tratando de llenar y elevar un enorme globo de hule. No habría luto para su hijo, no habría homenaje alguno, no habría recuerdos, el vacío de la sala y el lugar no sería otra cosa que la alegoría de la nula trascendencia que tendría. Apenas unas cuantas horas después de su muerte, el niño calcinado en el ataúd sería ya una imagen olvidada y perdida, abandonada como una montón de cenizas en el piso, como si al morir quemado las llamas hubieran agregado innumerables décadas a la muerte del infante, adelantando no sólo el proceso de convertir la carne en oxígeno y carbono sino los años que bajo circunstancias naturales este mismo proceso hubiera llevado.
Comprender esto le generaría a Lola una tristeza mucho más profunda que el natural desamparo por la muerte de su hijo, pues no derivaría de la existencia truncada del niño sino de su existencia absurda, de la vida que habría vivido sin sentido pues no dejaría imagen, recuerdo, cambio o variación alguna en nada ni nadie, salvo en ella. Por eso el velatorio estaría vacío, por eso nadie acudiría a rendirle honores a su muerte: sólo Lola, su madre, la madre que ni siquiera habría tenido el valor para ver de frente el cadáver del niño, la mujer que le habría declarado en vida amor eterno e incondicional pero que tras su muerte no podría verle, no podría darle un último susurro de calor. La madre que no podría siquiera mantenerse despierta toda la noche, la última noche que pasaría junto a él.
-Es como si nunca hubiéramos existido…
Lola recargaría la cabeza contra un muro al azar, y sin poder evitarlo se dejaría caer en llanto; un llanto de derrota y perdición, de lágrimas y sollozos como marcha fúnebre, declaratoria de fracaso, el final definitivo donde Lola caería en caída libre hasta un fondo cada vez más lejano.
Sería en ese momento cuando por fin podría tomar conciencia de la muerte, cuando entendiera las dimensiones de la expiración y la separación definitiva; cuando se diera cuenta de que el fin de la existencia no se entiende como concepto sino en el cambio de costumbres, en la rutina despedazada por la ausencia, en las voces que dejan de escucharse, los desayunos que dejan de servirse, los silencios que aturden más que todos los gritos infantiles.
Lola pensaría en todo ello, en los días sin su hijo, en las tardes sin sus juegos, las mañanas sin su voz, los días sin su sonrisa, la vida sin su vida; todo perdido y quemado dentro de ese ataúd que no podría mirar.
Y Lola lloraría, lloraría mucho.
Entre sus gemidos, un frío tras la nuca, un soplo suave paralizador, afilado como la más fina navaja, como el aliento helado de la muerte susurrándole palabras dulces al oído, acariciando su espalda y besando sus hombros, congelando la vida y la esperanza tratando de dar calor.
La sensación le provocaría un escalofrío y una tensión por todo el espinazo, como una descarga recorriéndole todo el cuerpo, un frío repentino, un beso muerto.
Pero ella no voltearía, no giraría su cabeza, su llanto sería demasiado intenso para prestar atención a cualquier otra cosa, viva o muerta, esperanzadora o descorazonada, que existiera dentro o fuera de su entorno más inmediato, fuera de su dolor, su vacío y su desencanto.
Todo dolor, todo ira.
-Mierda, Dios… Mierda, Dios… Vete a la mierda, Dios… Tú y todas tus putas, váyanse a la mierda…
Su voz se escucharía apenas como unos susurros ininteligibles y casi inaudibles, un rechinido de ratones a lo largo y ancho de la funeraria.
-Vete a la mierda…
Y golpearía repetidamente la pared con sus puños resecos y arrugados, maltratados por los años de trabajo y de angustia, acentuado tras la muerte del niño y todas las lágrimas, casi escuchando tras de sí los gritos desesperados del infante ardiendo en llamas, pataleando y viendo caer su piel a pedazos, pegada en el piso como chicle desechado, una basura humana que arde para no dejar rastro ni ocupar mayor espacio; una larga agonía que habría dejado al niño convertido en el cadáver irreconocible del féretro.
Ella se sentiría cobarde, en el fondo de su pecho una punzada ardería con desprecio y vergüenza, el desprecio hacia sí misma y la vergüenza ante su hijo, emanado todo de la evasión por llevar su mirada dentro del féretro, por abandonar al niño en su muerte, fallar como madre aún con el chiquillo fallecido, abandonado dentro de ese limbo de acero.
-Tengo que verlo… -Se diría Lola limpiándose las lágrimas y mirando hacia el velatorio, -tengo que verlo una vez más, -y sin meditarlo, comenzaría a caminar a paso firme para llegar al encuentro con el cadáver del niño, tratando de salvarlo al menos de la soledad.
Llegaría hasta el umbral de la puerta. Se detendría un momento a tomar aire como excusa para hacer a un lado el pánico que en su pecho sentiría por ver a su hijo en tales condiciones.
Una brisa fría pasaría entre sus tobillos, bajo la falda negra. La luz de las ventanas sería tan intensa que tras los cristales sólo se alcanzarían apreciar manchones blancos, sin más imagen o figura que el enorme cuadro luminoso con el vidrio por frontera.
Insegura, la mujer daría dos pasos temblorosos sin quitar la vista del fondo, como quien entra a un río y primero mide la profundidad del agua para evitar cualquier fosa inesperada, entonces endurecería el gesto y caminaría hasta llegar al féretro.
Frente a la caja, la intensa luz exterior proyectaría en la pared la silueta negra de Lola, un bulto oscuro sin facciones ni gestos, un vacío limitado por un perímetro indescifrable y una oscuridad que más parecería la entrada de una caverna al fondo de la capilla.
Con un incontrolable temblor en las manos, Lola tomaría la tapa del cajón y cerrando los ojos haría un esfuerzo del antebrazo para levantar el metal; el rechinido de las bisagras le indicaría que la estructura se abre; una brisa saldría del interior, le helaría los nudillos.
En ese punto, Lola se detendría y apretaría los párpados buscando valor entre sus vísceras, un respiro que le permitiera continuar con el esfuerzo y dar todo por terminado: muerte, cenizas, huesos chamuscados, el niño quedó atrás y nada sería más como antes.
Abriría los ojos y miraría su silueta oscura en la pared, fijaría la mirada en ella deteniendo las lágrimas suspendidas aún en sus párpados. Retendría la respiración.
Con un solo movimiento, Lola abriría de par en par el cajón: un viento frío golpearía su cara desde el fondo y la sombra de la pared se abalanzaría sobre ella, saltaría de su plano bidimensional sin darle tiempo de sentir asombro o miedo, simplemente brincaría como un felino salvaje, la cubriría y devoraría vorazmente, arrancándole de tajo la vista, la razón y la conciencia. Y Lola no tendría tiempo de aterrorizarse, no podría cerrar los ojos o dejarse caer; simplemente las cosas se borrarían y dejarían de estar; se sentiría caer en los últimos pedazos de conciencia, derribada en una caída tan profunda como el mayor de los vacíos y el más oscuro de los miedos. Una profundidad, un absurdo y un pánico de dimensiones inmensamente superiores a los de la muerte. Un punto donde no es la vida lo que se pierde, sino toda la existencia.
-Nada será igual nunca... -pensaría Eduardo casi por instinto al sentir un vértigo incontrolable que le haría perder el equilibrio. El viejo tendría que sostenerlo para no dejarlo caer.
Pasados unos minutos abriría los ojos, un dolor de cabeza y una intensa náusea le aturdirían y le dificultarían ponerse en pié de inmediato. La boca estaría impregnada de un nauseabundo sabor metálico. Por un momento se sentiría caer por el vértigo, pero lograría controlarse.
-No lo sé... ¿Qué pasó?
-Te desmayaste cuando viste el cuerpo.
-¿Cuál cuerpo? No recuerdo nada.
-Sólo abriste el ataúd y te desvaneciste, es posible que ni siquiera hayas alcanzado a verlo.
-¿Visto qué?
-El cadáver
-No entiendo… ¿Cuál cadáver?
-El cadáver de tu madre, Eduardo.
Eduardo abriría mucho los ojos y miraría al viejo con incredulidad.
-¿Cómo dijo usted?
-El cadáver de tu madre… -Y al decir esto, el hombre se daría cuenta del gesto desorientado del muchacho. -¿Te pasa algo?
-No lo sé… No soporto el dolor de cabeza… ¿Dijo usted mi madre?
-Válgame... Deja que te ayude.
Eduardo tomaría la mano del desconocido, y con dificultad se pondría en pie, pues el vértigo y el asco no habrían desaparecido del todo, dejándolo en una condición frágil y a punto del desmoronamiento.
-Siéntate en la banca del frente, para que al menos no estés en el piso pelón.
El lugar estaría desierto. Unas cuantas bancas de tablones astillados y mal pintados ocuparían espacio dentro del jacal totalmente desairado, pues únicamente Eduardo y el anciano estarían presentes frente al destartalado féretro.
Eduardo se sentaría en la banca, cerraría con fuerza los ojos y los masajearía compulsiva y violentamente con los dedos índice y pulgar, tratando de calmar la ansiedad y el mareo que aún le aquejarían.
Sus ojos inquietos buscarían algo que no podrían encontrar, entender ni imaginar. Una imagen o un objeto que diera término a ese temblor y ese desasosiego, esa necesidad de algo que no podría concebir, ese vacío irracional, esa búsqueda sin objeto, esa cacería sin presa. Un miedo. Un miedo irracional y paralizante que iría más allá de todo, como si de pronto todos los objetos a su alrededor se convirtieran en una amenaza terrible y demoledora.
Y la muerte cual telón de fondo.
-¿Qué es ese ruido?
-¿Cuál ruido?
-Ese ruido como de estática…
-¿Qué es estática?
-¿No lo escucha? Como un gis que no deja de sonar…
-Yo no escucho nada.
Una luz blanca se colaría entre los tablones e iluminaría el interior del tejabán con manchas tan brillantes e intensas como escupitajos de fuego. El sol multiplicado al millón. El azul del cielo desaparecido dejando lugar a un inmaculado y brillante manchón, tan puro como intenso, tan blanco como brutal.
Eduardo se acomodaría la corbata y haría abanico con el sombrero, mirando con dificultad a su alrededor en busca de un destello de familiaridad, un detalle, una imagen, algo que le hablara de sí mismo pues en su interior sólo encontraría blanco y el incesante sonido de la estática.
-Vi a una mujer…-balbucearía con dificultad.
-¿Cómo dices, muchacho?
-Vi una mujer llorando… baja de estatura, morena… con la piel muy demacrada y el cabello crespo y canoso, que me miraba…
El viejo se sentaría a su lado y le tomaría un hombro con un gesto paternal. -¿Dónde la viste?
El muchacho inhalaría el cálido aire a profundidad, tratando de relajar cada uno de sus músculos que parecieran cargar su propio miedo. –No lo sé… en mi cabeza, supongo que cuando me desmayé.
-¿La soñaste?
-No lo creo; se veía muy real.
-Ay, muchacho… A quien viste fue a tu madre.
-No lo entiende… La vi como una fotografía, viéndome hacia abajo y llorando descontrolada.
-Lo que viste fue a tu madre cuando abriste el cajón.
-No puede ser… No lo recuerdo así…Fue como un sueño, no recuerdo más.
El manchón sería absoluto: toda idea y todo recuerdo se habría borrado de su memoria, incluido el cadáver en el féretro, el viejo que lo estaría acompañando y todo lo relacionado a sí mismo; no entendería por qué portaría un traje barato de tres piezas, por qué estarían velando a su madre en ese tejabán, o quien habría sido su madre ni por qué habría muerto. No entendería nada. Sólo recordaría esa imagen anodina.
-¿Quién es usted? –preguntaría Eduardo, y al preguntar las palabras taladrarían en su cabeza.
El viejo se habría dejado caer al piso junto al ataúd, recargado en una de las patas de la larga mesa de costura en que descansaría el féretro, todo barnizado por una gruesa capa de polvo, pues hasta dentro del tejabán se colaría el viento árido y ardiente entre los tablones de las paredes y entre las láminas del techo, chiflando a su paso y dejando una estela de sequedad y desolación.
El desconocido dibujaría figuras en la tierra con los dedos índice y medio de su mano derecha, sin mirar a Eduardo. -No me conoces, -pronunciaría con ambigua entonación.
-¿Está preguntando o afirmando?
-Da igual.
A Eduardo le sería difícil entender las cosas; sentiría una punzada en la cabeza como una sutil migraña que poco a poco tomaría mayor intensidad, impidiéndole hablar alto o hacer movimientos bruscos, pues la punzada se convertiría instantáneamente en una insoportable descarga que le paralizaría todo el cuerpo.
-Me siento muy mal...
La punzada.
En silencio, Eduardo continuaría su búsqueda de imágenes familiares por todo el tejabán, una puerta que le permitiera cruzar el umbral de la inconciencia y reencontrarse con sus recuerdos, con su vida, con su verdad, como un diminuto pasadizo que llevara de la estrecha e inmunda celda al campo abierto, al cielo, el aire y la libertad, la totalidad al fin. La mesa de cocina con el féretro encima, las tres bancas enfiladas, un espejo de pared en el muro derecho y en el izquierdo una imagen religiosa que le resultaría totalmente desconocida, cada cosa, cada grano de arena y cada soplo de viento le serían tan ajenos como el mismo viejo, un mundo sin significado ni conceptos, sólo objetos sin sentido ni razón.
Sin embargo, algo sobre el cajón llamaría su atención.
Una foto vieja, amarillenta y carcomida por el tiempo, atrapada dentro de un portarretratos polvoriento con el cristal lleno de manchas y estrellado de una esquina inferior; un portarretratos de madera vieja y porosa, con los años sentidos en cada una de las grietas a su alrededor.
Y ahí dentro habría una vieja, una anciana decrépita con tantos años como canas, y tantas canas como arrugas y tan arrugada como severa, severa en su mirada de ojos grises y nublados, clavados en los ojos de Eduardo que la miraría con un gesto temeroso e inquieto, la mirada de una piedra helada bajo un río, la mirada de una voz que no habla; y Eduardo sentiría una inexplicable tristeza posesionarse de él, una depresión absurda sin origen aparente pero con un sabor añejo y desgastado; y pensaría que aún con su memoria desvanecida, ciertas emociones podrían mantenerse dentro de él, independientemente de niveles concientes o inconscientes.
-Ella es la mujer que vi.
-¿Estás seguro?
-Completamente.
-Ella es tu madre, Eduardo.
Un silencio largo.
-Era ella… más joven, pero estoy seguro de que era ella.
-Te digo que es tu madre.
Eduardo ya no respondería. Después de todo, cualquiera que fuera la verdad, habría cierta lógica en ambas imágenes: si realmente esa mujer fuera su madre, sería lógico que guardase al menos una imagen de ella en su mente vacía.
-¿Usted sabe quien soy yo?
El viejo levantaría la mirada aún sentado en el piso, -¿Cómo dices? ¿Realmente no recuerdas nada?
-Absolutamente nada.
El anciano se acomodaría el sombrero viéndolo con incredulidad.
-Le juro que es verdad.
-¿No sabes dónde estás?
-No tengo idea.
-¿De verdad no te acuerdas de nada?
-De verdad.
Eduardo hablaría con tono cansado, sintiendo el dolor en su cabeza a cada palabra con la infernal estática y su intensidad desesperante, -No tengo puta idea... No sé quien es usted ni quien soy yo, ni quien está en el cajón.
Con gesto extrañado, el desconocido se levantaría del piso y miraría detenidamente a Eduardo, lo recorrería con los ojos y examinaría a detalle.
-¿De verdad no te acuerdas de nada?
-Ya le dije que no…
El viejo silbaría con desconfianza, examinando aún más minuciosamente al joven.
-No se te ven golpes... aunque... –giraría ligeramente la cabeza para ver el cadáver tras de sí, -ver a tu madre en ese estado pudiera matar a cualquiera.
-¿Cómo dice?
-Que perdiste la memoria después de haberte desmayado; antes de eso estabas muy bien, y lo que te desmayó fue ver a tu madre.
-Pero no recuerdo nada de ella.
-¿No recuerdas nada de Lola?
-No tengo idea de quien es Lola.
-Tu madre, Eduardo.
-No se nada de ninguna Lola.
-¿No la recuerdas?
-En absoluto.
-¿Y la imagen que viste?
-Supongo que es mi madre sólo porque usted me lo dice.
El silencio se apoderaría del jacal durante largos minutos en que viejo y muchacho buscarían respuestas en el rostro del otro, ambos mirando con la óptica de la desconfianza y la incertidumbre. A Eduardo lo dolería fijar la mirada y cerraría los ojos casi de inmediato, apretando su cabeza con ambas manos para aminorar al menos un poco el dolor. El viejo se mantendría pensante.
-Deberías asomarte al féretro.
-No lo creo…
-Quizá así recuerdes algo.
-Quizá me vuelva a desmayar…
El desconocido comenzaría a desesperarse. –No pareces tener intención de recuperar la memoria-, pero Eduardo no lo escucharía y seguiría dándose masaje en el cráneo.
De manera casi involuntaria, el joven volvería a mirar el retrato de la anciana y sentiría nuevamente la misma tristeza y el mismo vacío de momentos antes.
-¿De qué murió mi madre?
El anciano lo miraría con unos ojos que no habría mostrado hasta ese momento, una especie de furia contenida mezclada con dolor, -Por favor, Lalo; si lo que quieres es hacerte pasar por loco sólo dímelo… como quiera ya quedamos en que no diré nada.
-Le digo que no recuerdo.
El hombre cerraría los ojos como tomando fuerza para pronunciar lo siguiente, como si el aire y los pulmones no le bastaran para enfrentarse a una verdad que ya antes le había afligido y lo hubiera dejado exhausto.
Tomaría aire. –Tú la mataste, Eduardo. Tú mataste a tu madre.
El muchacho enmudecería con las palabras del hombre. El temblor de sus manos comenzaría a agravarse hasta el punto de lo incontrolable; miraría el retrato de la mujer con su trágica mirada, y tras de ella se vería a sí mismo nadando en un profundo lago de sangre, escupiendo vísceras cegado con el olor a carne fresca. Sentiría ganas de vomitar.
-Usted miente –diría Eduardo con gravedad.
-Te aseguro que no.
Eduardo callaría. Su garganta le traicionaría y no le permitiría hablar más. La estática en su cabeza tomaría aún más fuerza y su aturdimiento le impediría enfocar el pensamiento en nada. –Váyase a la mierda…
-No te he mentido.
-Váyase a la mierda.
-Le sacaste el corazón y las vísceras con un cuchillo…
-Cállese.
-…te encontré bebiendo su sangre y diciéndole que se jodiera. –Y la voz del viejo comenzaría a entrecortarse sin que Eduardo pudiera asomar una razón, cada palabra la pronunciaría como un dolor intenso al borde del llanto.
El temblor pasaría de incontrolable a insoportable. Una punzada en la cabeza y una migraña tan terrible y atroz, como si su cerebro estuviera a punto de escurrirle por los oídos.
-No dijimos nada para evitar un escándalo y preferimos venir a enterrarla a un pueblo al azar.
-Usted miente, viejo de mierda; usted miente. –Pero el hombre ya no hablaría, enmudecería resguardando la pena que le agobiaría más y más al hablar con Eduardo.
El calor del jacal y el brillo exterior debilitarían rápidamente la razón de Eduardo, haciéndole imposible pensar o articular palabra alguna, todo sería una lluvia de imágenes rojas, púrpuras y amarillas, un huracán de viscosidad y destrucción, un odio tan profundo que iría más allá de todo su malestar, bajaría desde su cabeza y se incrustaría en el estómago como un tumor maligno, una necesidad de desfogue presionada y reprimida dentro de sí, donde las palabras de ese hombre que no podría aún reconocer serían únicamente una válvula de escape para toda la vorágine de destrucción que pugnaría constante por ser liberada.
-Cállese, pinche viejo… Cállese.
Eduardo trataría de llevarse las manos al rostro, pero su estremecimiento estaría ya muy por encima de su control, como dos seres autómatas golpeando sus gestos descompuestos al acercarse a su cara. No podría tocar nada. No podría mover nada. No podría hacer nada pues sus manos y sus piernas tendrían vida propia, una vida igual de angustiante y absurda que la suya: un ser apenas conciente de su propia existencia, como un personaje onírico que no tiene la conciencia de ser sueño o realidad.
Pero la mujer… La mujer aparecería en su cabeza como flash irreal, como alucinación de un ser no pensante. Una paranoia despiadada.
Eduardo se dejaría caer al piso.
-Dígame quien soy... dígame quien es esa mujer de mi sueño.
-¿Cuál sueño, muchacho? Te digo que esa mujer es tu madre, la que mataste sin ningún motivo. Abre el féretro para que te cerciores.
-No, no, no… Usted me quiere torturar, me quiere hacer sufrir. Yo no mataría a mi madre.
-Si es verdad que no recuerdas nada, entonces tampoco sabes de qué eres capaz.
-Yo no mataría a mi madre.
-Ya la mataste. Punto.
-No, no, no… Yo no soy un asesino. Algo había en esa imagen… Esa mujer no lloraba por ella, lloraba por mi… me miraba con pena, con angustia… Me miraba como si… -Y en ese momento Eduardo sentiría su pensamiento iluminarse. –Me miraba como si el muerto fuera yo.
-Estás loco, hijo. Te miraba como si la hubieras matado, si es que realmente la viste.
Eduardo se sentiría enloquecer. Sentiría el inestable control que habría tenido hasta entonces difuminarse completamente, una tenue luz que se apaga discreta en la más absoluta oscuridad donde sólo queda el miedo y “lo otro”, “los otros”, “el otro lado” que cada vez vería más aterrador y paralizante, una fosa profunda donde al final le parecería ver su propio rostro.
-Usted miente. Usted quiere hacerme daño. –Y Eduardo se levantaría de la banca con las manos temblando de la angustia furibunda.
-Eduardo, contrólate, por favor, ya hemos hablado de esto. Yo no voy a juzgarte por eso, yo te quiero ayudar.
-¡Cállese!
-Lola te quería, y sé que te perdonará por todo.
-¡Cállese! ¡Cállese! ¡Cállese!
-…Pero trata de controlarte, trata de estar en pie. –Y el hombre se acercaría a Eduardo para tratar de frenar la creciente furia e histeria que irían tomando cada vez más fuerza en el alma del muchacho, dos huracanes cuya unión parecería inevitable y sus consecuencias imposibles de prever. –Yo estoy contigo. Calma, calma.
Pero para entonces ya sería tarde. Eduardo no recobraría la memoria. Las imágenes de su cabeza no volverían a él pero sí el instinto. La naturaleza que habría llevado desde mucho antes. La naturaleza que no depende de los niveles de conciencia. La esencia de sí.
Eduardo tomaría al hombre por el cuello con la fuerza que sólo da el odio, el frenesí de la violencia liberada, el arrebato furioso de la impotencia, la explosión del instinto. Con ambas manos apretaría con hambre de muerte, con mirada de venganza. El asesino que no tiene nombre ni forma, sólo una casa: su mente, su psiqué, su cuerpo. El hombre aterrorizado trataría de liberarse con todo su cuerpo pero le sería inútil. Eduardo apretaría con tal fuerza que sentiría el crujir de la tráquea antes de ver la vida desvanecerse.
El cuerpo inerte caería al piso a los pies de Eduardo, que para entonces habría reencontrado la calma, no así los recuerdos. Con el mentón aun temblando miraría la foto de la que según el viejo sería su madre.
-Es como si nunca hubiéramos existido…
Como un impulso vehemente. Eduardo daría dos pasos hacia el féretro de Lola. Tomaría la tapa con ambas manos, aspiraría profundo para calmarse por completo y lo abriría en un solo movimiento.
El viento árido entraría nuevamente al jacal golpeando impetuoso la puerta contra la pared. Eduardo sentiría su corazón latir con fuerza como si el pecho le fuera a reventar en un baño de sangre y huesos.
Un viento frío saldría del fondo, y al abrir los ojos, el muchacho escucharía un grito de mujer que lo ensordecería.
En el fondo de la caja, la oscuridad furiosa brincaría como la más feroz bestia y a Eduardo el grito se le quedaría atrapado entre la incertidumbre y el repentino terror.
-Tú eres mi hijo, Eduardo, y no me importa lo que los demás digan, -susurraría la joven hincada frente al inodoro, aún con lágrimas escurriendo por las mejillas y haciendo un esfuerzo en el estómago para ignorar los coléricos toques en la puerta.
El manchón rojo y negro flotando. Lo sabría. Ahí estaría él aunque ella no tuviera el valor de verlo. No. No. No. Su hijo. Él. El que debió llamarse Eduardo, donde la mierda, donde el vómito y la sangre, listo para irse al jalar de una palanca y unirse con la nada, el olvido y la mierda. Flotando entre las sucias aguas y las ondas producto del los violentos toques y la masculina voz furibunda de “¡abre, Lola!”.
-Todo acaba aquí, hijo mío. –Susurraría la joven tratando de no ser escuchada, intentando mantener en las sombras y en su soledad la maternidad frustrada y lista para desaparecer en el fondo del drenaje. –Todo acaba aquí, como si nunca hubiéramos sido nada el uno para el otro… Como si nunca hubiéramos existido. –Una última lágrima y un sollozo de nulidad. Entonces la decisión. El momento. Pero antes de mandarlo todo lejos, un impulso le recorrería el cuerpo. –Quiero verte, quiero verte una vez, Eduardo. –Entonces con las manos temblando por el dolor y el miedo, y con los ojos al borde del llanto, Lola levantaría la tapa del inodoro para ver a su hijo sin forma ni vida. Ido. Muerto. Ese despojo de sangre y fluidos orgánicos. Ese residuo de sí misma. Ese ser convertido en mierda como la mierda que tantas veces habría pasado por ese excusado. –Perdóname, mi hijo… -Y los golpes intensificándose y la voz de hombre inflamando su furia. “¡Lola!”.
Todo a la vez: La puerta derrumbándose vencida por los golpes. Lola aterrada. El niño muerto. Los ojos del hombre enrojecidos por la furia.
Ella levantaría la tapa como quien abre un féretro prohibido.
-Perdóname, madre…
-Tu madre no logró salir, Eduardo, sólo alcanzó a aventarte fuera antes de que todo explotara. –Diría con voz entrecortada el anciano sin quitar la mirada de las cenizas restantes del incendio.
El niño no respondería. En sus manos sostendría el retrato de Lola apretado contra el pecho. En su interior un impulso lo llamaría a mirarlo y llorar a su madre muerta pero se resistiría. Los hombres no lloran, se le habría dicho alguna vez.
El hombre le ofrecería su mano para darle tácito apoyo pero desde entonces el niño se sentiría hombre, conciente de que la nulidad de posibilidades para la debilidad. Ya nada sería igual, bien sabría.
En su interior, la imagen clara: los fósforos, los malditos fósforos con los que los niños no deben jugar, su madre se lo habría dicho en vida al igual que tantas otras cosas, como la responsabilidad, el valor, tanto que Eduardo querría aplicar y seguir al pie de la letra pero no le sería posible.
-Quiero verla –le diría al viejo. –Quiero ver a mi mamá.
Pero el anciano fingiría no escucharlo y Eduardo simplemente suspiraría resignado.
-Vámonos, muchacho… No hay nada que hacer aquí.
Le tomaría la mano a la fuerza pero Eduardo le escupiría. Se daría la vuelta y correría a las ruinas chamuscadas y aun humeantes con un golpe en el pecho y un creciente vacío en el vientre. Donde debió estar la puerta, un par de maderos cubrirían un bulto amorfo. El niño se acercaría a mirarlo.
-¡No es posible! ¡Esto no puede estar pasando! –gritaría Lola al ver sobre la camilla la figura humana de su hijo cubierto completamente por la sábana.
-No hay nada que hacer, Lola –le diría el médico con voz apagada –la bala pegó directo en el corazón.
Pero Lola no se conformaría. –Usted miente, éste no es Eduardo.
-Por favor, no lo hagas más difícil, te advertimos que Lalo tenía malas compañías.
-¡Váyase usted al diablo! Él no es mi hijo.
-Puedes cerciorarte. Levanta la sábana.
La mujer guardaría silencio un largo momento con el talante descompuesto y la mirada llena de odio fija en el cirujano. –Váyase usted al carajo.
Y con un movimiento lleno de furia y violencia levantaría la sábana empapada de sangre.
-No puedes ser tú… -Diría Eduardo con gesto desorbitado asomando la cabeza bajo el camión urbano donde el cuerpo destrozado de su madre se calcinaría lentamente sobre el asfalto ardiente. El corazón se le detendría al distinguir entre las sombras y los contraluces del mediodía la figura de quien en vida debió ser su madre.
-¡Por qué me has hecho esto, Dios mío! –Y Lola correría entre los cadáveres podridos todos, buscando el rostro de su hijo bajo la tutela severa de los soldados. –Allá está al fondo –diría una despiadada voz de acento indefinible. –Con el resto…
Eduardo estaría bajo otros dos cadáveres apilados como animales. Lola trataría de moverlos pero el peso de la carne muerta podría más que ella. Tendrían que acudir dos jóvenes soldados a su auxilio.
Al mover el primer muerto, Lola sentiría náuseas pero sería al mover el segundo, el que dejaría libre la imagen de su hijo, que un monstruo interior acabaría con ella.
-Dios no lo permitiría… -pero al mostrarle el forense las pertenencias, a Eduardo no le quedaría duda alguna de que la mujer violada y asesinada era su madre. –Permítame mostrarle el cuerpo para que lo reconozca. –Eduardo asentiría.
-Quizá exista una posibilidad…­-Mas el insoportable olor a gas que exhalaría la casa al abrir la puerta no dejaría lugar a dudas.
-Te he fallado…-Susurraría antes de que el oficial abriera la puerta para mostrar la figura humana colgada del abanico.
-No estuve para ti… -diría con el dolor a cuestas.
-Dios no existe... –y en reclamo habría un rencor indómito sin dimensiones ni límites.
-…Y si existe, maldito sea su nombre.
-¿Cómo pudo suceder?
-No lo entiendo… Todo es tan injusto.
-¿“Henos aquí en este Valle de Lágrimas…”?
-Sin más ni más… Te amo, te amaré toda la vida.
-Adiós, adiós para siempre…
-Ya nada importa…
-¿“No somos nada”?
-Somos menos que nada…
-¿Qué más da todo entonces?
-Es como si nunca hubiéramos existido…
-Como si nunca hubiéramos…
-Como si nunca...
-Adiós, adiós para siempre, madre.
-Adiós, hijo mío... Te amo.
-Adiós.

Antonio Argüello
11 de marzo de 2006

jueves, marzo 02, 2006

De las canciones tristes

Quisiera que me
hicieras mucha falta
y gritarte que regreses
pero aquí no hay novedad

Los Cadetes de Linares


Nunca comprenderé enteramente por qué disfruto tanto las canciones tristes, si es que “disfrutar” es el verbo correcto. Algo hay de placer en ese dolor interno de escuchar versos y melodías cargadas de melancolía y desconsuelo, un gesto masoquista en las tonadas adoloridas y los gritos de fracaso y abandono igual en bandas de rock que en fara faras. Sin embargo, sería ingenuo ignorar la carga de proyección y catarsis en esa costumbre en parte absurda de nadar en el dolor como quien se zambulle en aguas heladas.

No hay discusión al respecto: cualquier hombre que en medio del alcohol y el desvelo cierra los ojos con sentimiento cargado mientras canta una patética tonada está envuelto de un pesar que no necesariamente entiende o dimensiona… pero tampoco desconoce.

Recuerdo con algo de empatía a los maridos de mis tías, primas y hermanas entonando a altas horas de la madrugada corridos y boleros norteños igual en bodas que en viles borracheras familiares, con su interior repleto de congoja y desolación, en esa soledad que sólo conoce el sexo masculino, así, sin géneros ni distinciones postmodernas, más allá de anacronismos y posturas políticamente correctas, ese punto donde el macho se quiebra y emerge como lo que realmente es. El ser inseguro, vencido por una carga insoportable e históricamente impuesta, la carga de ser humanos, de ser personas, de existir, pero sobre todo de ser hombres, de ser especimenes condenados por principio a una contradicción interminable: la contradicción que nace por la obligación social de ser fuertes, proveedores e hijos de puta, asumiendo desde sus juventudes que independientemente de toda la renuncia, de la muerte de los sueños e ideales, de todo el sacrificio, serán los machos acusados y señalados, los villanos destrozados por ese gran jurado cuyo presidente se llama sociedad y su vicepresidente familia. Sin más ni más.

El complejo de Edipo resulta esclarecedor en la juventud pero fatal en la madurez. El Edipo Rey conlleva tres actores: Hijo, Padre y Madre, roles que al aplicarlos en la psicología dejan de ser inherentes y se vuelven intercambiables, y es en ese quiebre que tanta pasión y diversión genera a los psicólogos, donde el Hijo deja de ser Hijo para convertirse en Padre, donde la muerte deja de ser fatal y se antoja deseable. Es ahí donde las canciones tristes se vuelven tan apasionantes… La cueva oscura y húmeda que en otras circunstancias generaría total animadversión pero en estos términos es el único cobijo seguro contra la lluvia de muerte que a cada minuto parece arreciar más.

Mi pregunta en todo sería si vale de algo ser hombre. Las feministas siguen empeñadas en igualdades y justicias para las históricas atrocidades, pero no sabemos nada de cómo equilibrar también la carga moral, la carga social, la carga histórica que llevamos. De nada sirve ser hombre o mujer en un mundo donde la hipocresía es la más antigua de las costumbres y donde la repetición cultural el peor de los vicios. La libertad es un mito. La felicidad es un mito. El ser humano mismo es un mito. Para estas alturas lo único que importa (al menos eso dan a entender las feministas y los defensores y defensoras del género) es el reparto del poder. Como animales que se debaten el control de la manada. Quédense con el puto poder, coño. Lo único importante para mí es la paz y la libertad. Todo lo demás son vulgaridades.

¡Y que me canten otro corrido, carajo!

Antonio Argüello
8 de octubre 2005

miércoles, marzo 01, 2006

All we are humans



Ahora sí que como diría el buen Silva, "somos humanos y nos llaman hombres". Pinche Reforma novedoso, cada tantos meses salen con estas mismas jaladas, pero en fin, uno se aguanta como los hombres.

Ciudad de México (25 febrero 2006).- Los varones no son violentados físicamente pero sí emocionalmente, por ello se reprimen y no saben como manejar su afectividad, explicó Nelia Tello Peón, profesora de la Escuela Nacional de Trabajo Social de la UNAM.
"Desde que son niños aprenden a demostrar una fuerza externa ajena a su sensibilidad y emoción."Esto se refleja en su incorporación a los núcleos sociales, sobre todo en la adolescencia cuando están fortaleciendo su identidad", aseguró Tello Peón.
Indicó que esta violencia se gesta mediante las diferencias en el seno familiar donde humillaciones o comentarios adversos disminuyen su autoestima y confianza en sí mismos. "Eso es violencia, y los hombres la reproducen y la cambian porque pueden ser sumisos con su mamá, pero sumamente agresivos con sus parejas", señaló la investigadora.
Angélica García Olivares, del Instituto Mexicano de Investigación de Familia y Población, afirmó que se violenta a un hombre cuando se cuestiona su sexualidad comparándolo con una mujer.Esta es una agresión constante presente sobre todo en la infancia con frases como: "no llores porque sólo las viejas lloran", ejemplificó.
Esto ocurre también cuando un varón define sus preferencias sexuales y se inclina por la homosexualidad o bien si al elegir su campo de desarrollo profesional opta por una carrera socialmente identificada para mujeres, puntualizó.García Olivares dijo que las mujeres chantajean a los varones y ésta es otra forma de violencia.
El chantaje se percibe socialmente como parte de la personalidad de un individuo, pero es agresividad.Creer que los hombres siempre deben estar dispuestos a tener relaciones sexuales, en cualquier momento y con cualquier persona, también es violencia. "Todos tienen el derecho de decidir cuándo y con quién, esa parte es legítima y como tal no debe ser cuestionada", precisó la investigadora.