martes, agosto 16, 2005

Mi vecino

Quienes me conocen saben o intuyen que pocas cosas detesto tanto como encontrarme con gente conocida en cualquier medio de transporte público. Finalmente y con los años, le he encontrado cierto placer (el único posible) a esos largos traslados entre esposas insatisfechas, hombres humillados y niños sin futuro, y es a ese enajenamiento, ese clavado mental y autoanalítico que sólo se tiene cuando se aborda un vagón del metro o cualquier camión urbano y se ve por la ventanilla sin ver realmente nada, como si el cristal fuera el cristal mismo de nuestros propios ojos y los miráramos con gesto inquisitivo y curioso. Ese adentrarse y adentrarse en uno mismo y de donde he sacado ciertas ideas para textos, planteamientos pseudofilosóficos y otra sarta de concepciones inútiles pero finalmente amenas e interesantes en su momento (y en mi cabeza). Algo así como lo que maneja Cortázar en el cuento "El Perseguidor" sobre la relatividad del tiempo en un viaje de metro.
Por eso odio, y lo digo categórico: odio y detesto cuando en medio de mi éxodo interno aparece la voz cándida de un sujeto hombre o mujer y con amable tono simplemente dice "hola, Toño; ¿cómo estás?". La situación se agrava cuando el saludo se da cuando yo he notado ya la presencia del susodicho e intento sin éxito ocultarme. "¿Cómo estás?", "Bien, Fulano; aquí tratando de pensar y de evadirte".
Con ese contexto, quiero que imaginen mi semblante cuando mi vecino me toma por el hombro al tratar de pasarle desapercibido en la terminal Exposición del metro, tratando de no tomar el mismo metrobus que él para evitar un recorrido de silencios incómodos y pláticas superficiales.
"Anda, vente para no irnos solos". Hijo de puta. Bastardo. ¿Qué no fue lo suficientemente clara mi intención de no cruzar palabra contigo? Ya nos habíamos visto, al bajar del tren, incluso nos saludamos y me adelanté para dejar en claro mi poca disposición a tener una charla amena u hostil. El sujeto no entendió y nos unimos a la caravana de la muerte que se dirigía al vehículo que nos acercaría a nuestros respectivos hogares. Imagino que él esperaba algo así como Humphrey Bogart en Casablanca, "este es el inicio de una hermosa amistad", pero aunque mi humor era muy similar al de Rick en esa escena, estaba muy lejos de tener semejante gesto.
Las cosas siguieron mal: no alcanzamos asiento y tuvimos que ir de pie sujetando el mismo tubo de acero mientras el autobus avanzaba por las selváticas calles de Guadalupe, soportando conversaciones estériles sobre el clima, el huracán Emily, mi trabajo, cuánto tiempo llevamos viviendo uno al lado del otro y un sin fin de temas cuyo interés en mi cabeza es el mismo que tengo hacia las especies de reptiles que habitan en el norte de Polonia.
Mi ansia crecía con los minutos. Un golpeteo constante y monótono me estresaba aun más hasta que noté que era el reflejo de mi pie golpeando el piso. Mis dientes chasqueaban y tenía unas ganas intensas de sacarle el corazón con mis manos como en la película de Indiana Jones y el Templo de la Perdición. Harto. Cansado. Fastidiado. Aburrido. Agh.
Cuando los temas se acababan, mi vecino habló de algo que aunque en un principio me provocaba el mismo hastío, terminó por interesarme: bajo el brazo llevaba el libro "El Perfume", de Patrick Süskind. El libro lo había visto en Vips con mayor frecuencia que muchas sus manteletas de juegos infantiles, y me era hasta cierto punto indiferente. El vecino siguió hablando.
-Lo acabo de terminar, es que como se me descompuso el coche he andado en camión y metro, y por fin puedo leer.
-Sí, me imagino -por fin respondí-, a mi me pasa lo mismo muy seguido.
-Es que está cabrón, con la familia y con mi niña llego a la casa en la noche y todo es ellas y dormir. Leo dos páginas de cualquier libro y me quedo dormido. ¿Tú no lees?
No recuerdo qué respondí. Pero algo vi en los ojos de mi vecino que no había visto hasta entonces: estaban hinchados, hinchados y enrojecidos como si se hubiera sumergido en llanto, y en medio de esa especie de diván inconsciente que entonces daba cuenta era nuestra conversación, vi algo reflejado en su mirada. Mi mirada.
No dije palabra alguna. No tuve pensamiento alguno, al menos no en palabras ni en imágenes. Fue otra cosa, una serie de sensaciones y emociones que conformaban un pensamiento claro y preciso. Ahí estaba yo. En esa confesión había algo de mi. En la vida que se va cuando nos quedamos dormidos, en la vida que se va en el cansancio del diario.
Cuando mi vecino calló, me sentía como aquel cronopio que lloraba porque su reloj atrasa, porque su reloj atrasa, porque su reloj.
Después de eso seguimos hablando de otras cosas, mi vecino preguntó si había estudiado fotografía y preguntó detalles técnicos del oficio, quería tomarlo como hobbie.
Cuando nos despedimos al llegar a nuestras casas, lo hice con una sonrisa.

NOTA: La obsesión con las citas de Cortázar es conciente, quizá incluya una más y ya, al menos por un tiempo; sólo para variar.

2 Comments:

Blogger Proyectos, Trabajos y Galería de fabiancavazos said...

Yo creo que a muchos nos sucede, que no queremos tener una conversacion aburrida o superficial, a veces estamos hasta la madre de la gente, a veces simplemente tenemos prisa, el walkman o diskman y unos lentes oscuros son muy utiles para fingir hacerte pendejo, pero a veces sí nos topamos con cosas inesperadas, mientras tanto, hay que irnos preparando para todo tipo de situaciones similares... a mi en lo personal, no me gusta platicar ni en el camion, metro o taxi... mis platicas son privadas y no me gusta que nadie mas las escuche por simples que sean...

Saludos buen Toño!

2:44 a.m.  
Blogger Tramontana said...

El egoismo de nuestro tiempo solos, lo comparto totalmente contigo.

Y sin embargo, en medio de la plática más insulsa algo pasa. Nunca sabes en qué libro, en qué canción o en qué persona vas a encontrar palabras o notas o una mirada, donde tienes acceso a esa sensacion de conocimiento de la condición humana.

9:20 p.m.  

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