El Jefe y mi jefe
La cosa está así: una voz en la cabeza de todos los trabajadores de la información que fluimos juntos en este caudal periodístico suena quincena a quincena, cual mortal reloj cucú. La voz dice: "empezamos quincena, empezamos edición, piensa un tema, piensa un tema". Acto seguido, cada uno de los obreros del bolígrafo y la fotográfica nos adentramos en un torbellido malparido de posibles temas para reportajes. Todos pensamos (o eso fingimos), intuimos, confabulamos, razonamos, prevemos; y finalmente, de ese caos con olor a cruda y cenicero mal lavado que es nuestro cerebro un lunes por la mañana, brotan tres o cuatro frases que creemos (creemos, lo peor es que lo creemos) que se convertiran en lo que El Jefe llama "impecables piezas periodísticas".
Llega lo que en términos de la Carabina de Ambrosio sería la hora cuchicuchezca: la junta editorial. El Jefe y su perro guardián (al que llamaré mi jefe, quien está más cerca de Odie el de Garfield que de Cancervero, eso que ni qué) enseñan a esa bola de egos que laboramos en la empresa, lo que el ego realmente es y avientan nuestros temas como bolitas de papel con saliva a través del tubo de la pluma de cualquier estudiante de secundaria.
"Los temas son éstos y se acabó, porque lo digo yo", dice El Jefe instalado en una versión masculina de Lupita D'Alessio pero sin el vestido rojo y sin cantarle "Mentiras" con impávido rostro a Juan Ferrara.
De la manga nos asigna un tema. ME asigna un tema. La labor de la semana será sacarlo. Hasta ahí es tolerable. El problema es que El Jefe no se queda a cargo, se queda mi jefe, lo cual equivale tratar de negociar con Bob Esponja tratados internacionales de desarme. Una combinación bizarra entre jotez contenida y todos los complejos freudianos. Un niño que le robaban sus mantecadas Tía Rosa en la escuela mientras le acariciaban las nalgas; que le bajaban los pantalones por sorpresa y lo aventaban al baño de las niñas; que se le declaraba a su más platónico deseo y no sólo le decía "no", le decía "¿cómo crees?".
Ese es mi jefe, al que tengo que convencer que la lectura no es un mal hábito de los inadaptados como yo; el que dice que los intelectuales, los escritores y los artistas en general no sirven para nada; el que lame el culo de cualquier político a la menor provocación.
Bueno, ese güey, me dice que por qué hago notas tan extensas, reportajes tan largos, si a la gente no le gusta leer, si la gente se cansa, "tienes que poner mas cabezas de descanso, la gente se aburre". No hay redacción que valga. No hay estilo porque al güey le importa poco. No hay nada. Claro está que tiene todo su derecho de pensar que Dios tiene forma de chile, pero de eso a subdirigir una revista... Y todavía se da el lujo de tener más ego que yo (Dios mío, es posible).
Supongo que sólo una vez estuve de acuerdo con él "Así me gustan las notas: ligeras e intersantes". A mí también, sólo que las mujeres.
En fin... Seguiré corrigiendo ese pinche reportaje...
Llega lo que en términos de la Carabina de Ambrosio sería la hora cuchicuchezca: la junta editorial. El Jefe y su perro guardián (al que llamaré mi jefe, quien está más cerca de Odie el de Garfield que de Cancervero, eso que ni qué) enseñan a esa bola de egos que laboramos en la empresa, lo que el ego realmente es y avientan nuestros temas como bolitas de papel con saliva a través del tubo de la pluma de cualquier estudiante de secundaria.
"Los temas son éstos y se acabó, porque lo digo yo", dice El Jefe instalado en una versión masculina de Lupita D'Alessio pero sin el vestido rojo y sin cantarle "Mentiras" con impávido rostro a Juan Ferrara.
De la manga nos asigna un tema. ME asigna un tema. La labor de la semana será sacarlo. Hasta ahí es tolerable. El problema es que El Jefe no se queda a cargo, se queda mi jefe, lo cual equivale tratar de negociar con Bob Esponja tratados internacionales de desarme. Una combinación bizarra entre jotez contenida y todos los complejos freudianos. Un niño que le robaban sus mantecadas Tía Rosa en la escuela mientras le acariciaban las nalgas; que le bajaban los pantalones por sorpresa y lo aventaban al baño de las niñas; que se le declaraba a su más platónico deseo y no sólo le decía "no", le decía "¿cómo crees?".
Ese es mi jefe, al que tengo que convencer que la lectura no es un mal hábito de los inadaptados como yo; el que dice que los intelectuales, los escritores y los artistas en general no sirven para nada; el que lame el culo de cualquier político a la menor provocación.
Bueno, ese güey, me dice que por qué hago notas tan extensas, reportajes tan largos, si a la gente no le gusta leer, si la gente se cansa, "tienes que poner mas cabezas de descanso, la gente se aburre". No hay redacción que valga. No hay estilo porque al güey le importa poco. No hay nada. Claro está que tiene todo su derecho de pensar que Dios tiene forma de chile, pero de eso a subdirigir una revista... Y todavía se da el lujo de tener más ego que yo (Dios mío, es posible).
Supongo que sólo una vez estuve de acuerdo con él "Así me gustan las notas: ligeras e intersantes". A mí también, sólo que las mujeres.
En fin... Seguiré corrigiendo ese pinche reportaje...
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