El cielo aún guardaba luz cuando todo comenzó. La figura oscura y pálida apareció en escena pasadas las ocho de la noche. Su gesto inexpresivo. Su mirada de desdén. Su sola imagen inmóvil que parecía decir "Soy yo... Yo y estoy cuatro sujetos pero sobre todo yo". Era Shirley: Shriley atavida en un vestido negro que dejaba su blanquísima espalda descubierta, totalmente. Un gesto de cruel consideración: el deseo de cinco mil fanáticos como coyotes en celo por la escocesa del cabello rojo. "Te amo, Shirley; te amo". Hombres y mujeres por igual. Una masa hermafrodita dejándose seducir por la mujer de las medias negras. La femme fatale. La diosa oscura. El ángel negro. "Te amo, Sherley".
Y Sherley miraba estóica; observaba sin dibujar en su rostro otra cosa que deseo... ansia. Y -por supuesto- cantaba. "Hey boy, take a look at me...". Cantaba con su voz de erótica tristeza. "Tururú tururu; tururú tururu". Con su voz sugestiva y deprimente. "You can touch me if you want...".
Y yo la miraba atónito desde el pasillo de seguridad, entre la primera fila y el escenario, armado tan solo con mi Cyber-shot de 4.1 megapixeles y mi incredulidad por estar ahí, apenas a unos cuantos metros, unos cuantos centímetros, a menos de 36 horas de arresto administrativo de distancia si me atrevo a hacer una estupidez. En eso pensaba cuando la escocesa se detiene frente a mí: ahí está: cantando: gritando: bailando enajenada frente a cinco mil deseos, cinco mil visiones y pasiones por su piel blanca y sus ojos casi transparentes. Cinco mil sueños y deseos incendiados por ella. Pero antes de todos ellos, uno: el mío.
"En un cabaret esta distancia es suerte... aqui no se cómo llamarlo", creo pensar en algún momento.
Ella saluda a la audiencia y esboza su primera sonrisa de la noche, la primera de una serie que contrastarán con su habitual gesto sombrío.
El momento cumbre de esos siete minutos y medio es cuando apoya su pierna izquierda en una bocina al borde del escenario, esa bocina junto a la cual estoy parado. La miro hacia arriba. Nuestros rostros no están a más de un metro y medio uno del otro. La veo cerca. La veo claro. La veo en toda su magnitud e intensidad. Su nombre es Shirley y su apellido Manson. Nada más importa.
Yo disparo la cyber-shot indiscriminadamente, antes de los cinco minutos la memoria ya no puede más y tengo que borrar algunas de las casi cien fotos que llevo tomadas. Una y otra y otra y otra más.
Un imbécil de Ocesa nos informa que hasta aqui llegamos. Que es hora de salir del pasillo y tomar asiento en zona b, en los palcos de prensa. Lo hago sin protestar. Una amiga reportera aún en estado de éxtasis me abraza mientras grita: "¡me cayó su sudor! ¡me cayó su sudor!".
Seducidos. Embelecidos. Extasiados. Anonadados. Atónitos. Catatónicos.
Que me maten si quieren: He visto a Dios y se llama Shirley Manson.
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