Mariel
Te escucho hablar. Es cierto, en verdad lo hago. Te escucho decir lo que tienes que decir, escucho atento cada hecho, cada situación que describes. Te escucho enumerar eventos y actividades. Tus frases. Tus memorias. Tus anécdotas. Te escucho atento mientras narras tus andanzas, tus éxodos, tu alegría y tu pena. Tus aventuras en la soledad de una ciudad que no es tuya pero que posees más cada día; la tocas, sientes y penetras como a una puta que finge ser virgen sólo para que tú la descubras, la hagas tuya, sin darte cuenta que en realidad la virgen inocente has sido tú. Sí, tú: poseída por el libertinaje de una ciudad sin fronteras, límites, ataduras, dios, padres, hermanos, viejos amigos, sermones, moralejas, mandamientos ni consecuencias. Libertad. Sí, sólo libertad. Noches de desvelo. Vino. Sexo. Tequila. Felaciones. Cunnilingus. Todo.
Así son las ciudades: te poseen cuando las haces tuyas, debiste saberlo. O quizá ya lo sabías y sólo fingiste inocencia cuando por teléfono me preguntaste insegura cómo debía sentirse un orgasmo, pues no sabías si era eso lo que sentiste con aquel desconocido o era una convulsión por el exceso de cerveza y vodka.
Tomas a pequeños sorbos de tu café y sigues contándome de hombres que no conoceré, de bares que dudo vaya a visitar y calles por las que jamás andaré, todo salpicado con el aderezo de la emoción, el descubrimiento, la virginidad recién perdida. Todo lo que no eres aquí. Lo que eres sólo en esa ciudad a la que perteneces, donde no tienes las ataduras, las culpas, los traumas y complejos para los que Freud no inventó un nombre. Donde existes. Simplemente existes…
No tiene caso que lo intente. Tú no existirás más aquí. Asesinaste a la joven que vivió conmigo en esta ciudad y te la llevaste lejos, muy lejos para enterrar su cadáver y no permitir que nadie lo encuentre jamás. Olvidada. Perdida en algún hoyo profundo mientras tú sigues meneándote por las calles oscuras de la lejanía y la ausencia, donde no te encuentro, donde no estoy y no está nadie más, porque la gente que te acompaña no existe aquí, no existe para mí y no existe para nadie en este sitio que abandonaste porque te quedaba corto, te venía mal como zapatos de talla menor: te lastimaba, te incomodaba, te limitaba, te cortaba la circulación. No eras aquí. Existías apenas vulgarmente.
…Y sigues hablando, sigues mientras escucho en silencio, mirándote a los ojos, toda tu arenga en un esfuerzo sobrehumano por no perder un ápice de lo que dices. De repente, el impulso me vence: sin pensarlo más coloco mi mano sobre la tuya, la aprieto con urgencia y acerco mi rostro al tuyo cuando extrañada has frenado tus palabras:
-Quiero coger contigo, Mariel.
Antonio Argüello
11 de enero, 2005
Así son las ciudades: te poseen cuando las haces tuyas, debiste saberlo. O quizá ya lo sabías y sólo fingiste inocencia cuando por teléfono me preguntaste insegura cómo debía sentirse un orgasmo, pues no sabías si era eso lo que sentiste con aquel desconocido o era una convulsión por el exceso de cerveza y vodka.
Tomas a pequeños sorbos de tu café y sigues contándome de hombres que no conoceré, de bares que dudo vaya a visitar y calles por las que jamás andaré, todo salpicado con el aderezo de la emoción, el descubrimiento, la virginidad recién perdida. Todo lo que no eres aquí. Lo que eres sólo en esa ciudad a la que perteneces, donde no tienes las ataduras, las culpas, los traumas y complejos para los que Freud no inventó un nombre. Donde existes. Simplemente existes…
No tiene caso que lo intente. Tú no existirás más aquí. Asesinaste a la joven que vivió conmigo en esta ciudad y te la llevaste lejos, muy lejos para enterrar su cadáver y no permitir que nadie lo encuentre jamás. Olvidada. Perdida en algún hoyo profundo mientras tú sigues meneándote por las calles oscuras de la lejanía y la ausencia, donde no te encuentro, donde no estoy y no está nadie más, porque la gente que te acompaña no existe aquí, no existe para mí y no existe para nadie en este sitio que abandonaste porque te quedaba corto, te venía mal como zapatos de talla menor: te lastimaba, te incomodaba, te limitaba, te cortaba la circulación. No eras aquí. Existías apenas vulgarmente.
…Y sigues hablando, sigues mientras escucho en silencio, mirándote a los ojos, toda tu arenga en un esfuerzo sobrehumano por no perder un ápice de lo que dices. De repente, el impulso me vence: sin pensarlo más coloco mi mano sobre la tuya, la aprieto con urgencia y acerco mi rostro al tuyo cuando extrañada has frenado tus palabras:
-Quiero coger contigo, Mariel.
Antonio Argüello
11 de enero, 2005
5 Comments:
La has dejado sin habla, reportero. Ya respiró?
valió la pena la espera. Un beso.
Estoy entendiendo bien?
Me gusta. Me gusta la idea de ser poseída por la ciudad y de no poder ser en un lugar que la limitaba.
Y esa urgencia del final es excelente.
alguna vez -sólo alguna- yo fui como Mariel.
Alguna vez todos fuimos como Mariel, alguna vez todos hemos tenido la urgencia irracional del narrador.
Alguna vez todos cojeamos de ese pié, o del otro. Muy buena imagen Toño, fácil de entrañar y repudiar, por lo mismomás fácil de hacer propia.
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