Fé
“Por supuesto que me refiero a ellos, hace mucho que nuestros sueños dejaron de importar”, respondiste con el rostro inexpresivo y la mirada parca, acaso un brillo de sutil ironía en tus ojos tornasol, de azul a verde y de verde a azul según la luz y la perspectiva, aunque también –y estoy seguro de ello –también varían según tu estado de ánimo.
Continuaste: “Te pregunté por lo que quieren tus hijos de navidad, no lo que quieres tú”.
Sonreí: “Tienes razón”, y tomé un cigarrillo del paquete junto a mi café, “a veces se me olvida que poco a poco dejamos de ser protagonistas de la película”.
Tú mantenías la mirada fija en tu taza de chocolate, el chocolate que invariablemente pides en cafés como ese donde estábamos, el que pides cuando la temperatura se desploma como nuestro estado de ánimo; sí, sólo con la tristeza y la melancolía, porque cuando estabas de buen humor y hacía calor pedías jugo de naranja con papaya o zanahoria, y lo vaciabas lento de la garrafa al vaso mientras hablabas de trivialidades diarias que te hacían sonreír, que te regalaban sonrisas como si las encontraras tiradas bajo la cama al barrer un domingo o sábado cualquiera, y las ves, las recoges de entre el polvo y la pelusa y te las pruebas; te las pones y te alegras al ver que todavía te quedan, te alegras porque son tus sonrisas perdidas, porque es la felicidad de momentos añejos que aun te calzan perfecto como zapatos amigos amoldados perfecto a tus pies de niña por los años y la caminatas juntos
Pero ahora no había sonrisas, jugo de naranja con papaya, ni domingos soleados por la mañana. Ahora pedías el chocolate de la melancolía y lo bebías hablando de sueños perdidos y la vida que se va.
“Nunca entiende uno de que se trata esta película, ¿verdad?”, me dijiste sin verme a los ojos, “cuando uno es niño y adolescente espera tener mas edad para ser protagonista, pero cuando la edad llega te das cuenta que fuiste el personaje principal años atrás, cuando añorabas serlo y lo eras sin disfrutarlo… o peor aun, que ni siquiera lo fuiste ni lo serás, que eres un extra en la historia que protagoniza otra persona”.
“Nunca te he visto así”, repliqué. “Sabes que siempre he creído en ti y sigo creyendo”.
Pero tú no tenías oídos para las palabras reconfortantes o mi fe en ti no significaba nada para tu autoestima ni para tu estabilidad emocional, aunque aceptémoslo, nunca significó nada.
“No entiendo qué es lo que pasa. Tengo todo lo que quería hace cinco años, trabajo donde quería trabajar…”
Te interrumpo: “…Y vives sola y no sólo trabajas donde querías, trabajas en el área exacta que quieres, escribes los temas que prefieres y no tienes la presión que tendrías en otro contexto”.
“Lo sé, pero aun así, siento que no soy la persona que debo ser, que no estoy al nivel de las cosas, que todos dentro piensan que soy una inútil… Quisiera estar en otro lado”.
Siempre fuiste así: Te creías sobrehumana pero una vez entre mortales te sentías impotente, inútil, fuera de contexto, como un ángel que repentinamente se convierte en ser humano y se desespera con sus propios olores, su suciedad, los fluidos y todo el resto de elementos que lo hacían persona y le arrebataban lo etéreo. Harta de ti misma, de tu condición, de tus limitaciones.
“En verdad siento que quizá deba renunciar y tomar una plaza para dar clases allá en mi tierra”.
Apagué el cigarrillo en el cenicero, cierta molestia me tomó por sorpresa al escucharte. “No seas cobarde, carajo. Te queda mucho por hacer aquí. Desde que te conocí he sabido que tienes mucho potencial y te lo he dicho”.
Respondiste mi comentario como quien saca una espada para cubrir un ataque: “Y ya te dije que nuestros sueños dejaron de importar hace mucho”.
Algo en todo comenzó a desesperarme. Tantos años no sólo de añoranza hacia ti, la añoranza que ha marcado nuestra amistad en un estira y afloja que impide que nos unamos pero a la vez que nos distanciemos, esa añoranza de ver consumado el talento, el potencial y los sueños que has guardado tanto tiempo tras una mirada melancólica y una actitud de filosofía ante el fracaso y el absurdo. Años en que te he visto fracasar cientos de veces: cuentos y novelas sin terminar, despidos laborales, depresiones, crisis existenciales, renunciamientos, todo. Y aun así mi fe en ti se mantuvo intacta.
“Creo que es hora de pedir la cuenta”.
No quise continuar la conversación. La noche se hacía más helada y aun me aguardaba un largo camino hasta la casa. Pusiste unos pesos a mi lado para que pagara yo. “Anda –dijiste –para que parezcas un caballero”. Reímos juntos.
Salimos del café y bajo el cielo lluvioso caminamos hasta mi coche. Subiste y en silencio conduje hasta tu casa a unas calles de ahí. Cuando aparqué no moviste la mirada del frente.
“¿Cómo haces para creer tanto en mí?”.
Tardé en responder pero lo hice. “No lo sé… -mentí –supongo que es algo que se me da en automático”.
“Cuando lo averigües dímelo, porque yo no encuentro la manera”.
Antes de que bajaras te tomé por el hombro. “¿Nos veremos de nuevo?”.
“Sabes que sí”.
Bajaste de coche como siempre bajas: sin besarme en la boca, sin tocar mis labios y sin regalarme el ansiado contacto de nuestras lenguas, dejando la añoranza y el sueño encendidos dentro de mi. Encendí el coche cuando te venía cruzar el umbral de tu puerta y partí rumbo a mi casa.
Maldita, creeré en ti mientras no me beses... Vale más que no lo sepas.
Antonio Argüello
26 de diciembre de 2005
Continuaste: “Te pregunté por lo que quieren tus hijos de navidad, no lo que quieres tú”.
Sonreí: “Tienes razón”, y tomé un cigarrillo del paquete junto a mi café, “a veces se me olvida que poco a poco dejamos de ser protagonistas de la película”.
Tú mantenías la mirada fija en tu taza de chocolate, el chocolate que invariablemente pides en cafés como ese donde estábamos, el que pides cuando la temperatura se desploma como nuestro estado de ánimo; sí, sólo con la tristeza y la melancolía, porque cuando estabas de buen humor y hacía calor pedías jugo de naranja con papaya o zanahoria, y lo vaciabas lento de la garrafa al vaso mientras hablabas de trivialidades diarias que te hacían sonreír, que te regalaban sonrisas como si las encontraras tiradas bajo la cama al barrer un domingo o sábado cualquiera, y las ves, las recoges de entre el polvo y la pelusa y te las pruebas; te las pones y te alegras al ver que todavía te quedan, te alegras porque son tus sonrisas perdidas, porque es la felicidad de momentos añejos que aun te calzan perfecto como zapatos amigos amoldados perfecto a tus pies de niña por los años y la caminatas juntos
Pero ahora no había sonrisas, jugo de naranja con papaya, ni domingos soleados por la mañana. Ahora pedías el chocolate de la melancolía y lo bebías hablando de sueños perdidos y la vida que se va.
“Nunca entiende uno de que se trata esta película, ¿verdad?”, me dijiste sin verme a los ojos, “cuando uno es niño y adolescente espera tener mas edad para ser protagonista, pero cuando la edad llega te das cuenta que fuiste el personaje principal años atrás, cuando añorabas serlo y lo eras sin disfrutarlo… o peor aun, que ni siquiera lo fuiste ni lo serás, que eres un extra en la historia que protagoniza otra persona”.
“Nunca te he visto así”, repliqué. “Sabes que siempre he creído en ti y sigo creyendo”.
Pero tú no tenías oídos para las palabras reconfortantes o mi fe en ti no significaba nada para tu autoestima ni para tu estabilidad emocional, aunque aceptémoslo, nunca significó nada.
“No entiendo qué es lo que pasa. Tengo todo lo que quería hace cinco años, trabajo donde quería trabajar…”
Te interrumpo: “…Y vives sola y no sólo trabajas donde querías, trabajas en el área exacta que quieres, escribes los temas que prefieres y no tienes la presión que tendrías en otro contexto”.
“Lo sé, pero aun así, siento que no soy la persona que debo ser, que no estoy al nivel de las cosas, que todos dentro piensan que soy una inútil… Quisiera estar en otro lado”.
Siempre fuiste así: Te creías sobrehumana pero una vez entre mortales te sentías impotente, inútil, fuera de contexto, como un ángel que repentinamente se convierte en ser humano y se desespera con sus propios olores, su suciedad, los fluidos y todo el resto de elementos que lo hacían persona y le arrebataban lo etéreo. Harta de ti misma, de tu condición, de tus limitaciones.
“En verdad siento que quizá deba renunciar y tomar una plaza para dar clases allá en mi tierra”.
Apagué el cigarrillo en el cenicero, cierta molestia me tomó por sorpresa al escucharte. “No seas cobarde, carajo. Te queda mucho por hacer aquí. Desde que te conocí he sabido que tienes mucho potencial y te lo he dicho”.
Respondiste mi comentario como quien saca una espada para cubrir un ataque: “Y ya te dije que nuestros sueños dejaron de importar hace mucho”.
Algo en todo comenzó a desesperarme. Tantos años no sólo de añoranza hacia ti, la añoranza que ha marcado nuestra amistad en un estira y afloja que impide que nos unamos pero a la vez que nos distanciemos, esa añoranza de ver consumado el talento, el potencial y los sueños que has guardado tanto tiempo tras una mirada melancólica y una actitud de filosofía ante el fracaso y el absurdo. Años en que te he visto fracasar cientos de veces: cuentos y novelas sin terminar, despidos laborales, depresiones, crisis existenciales, renunciamientos, todo. Y aun así mi fe en ti se mantuvo intacta.
“Creo que es hora de pedir la cuenta”.
No quise continuar la conversación. La noche se hacía más helada y aun me aguardaba un largo camino hasta la casa. Pusiste unos pesos a mi lado para que pagara yo. “Anda –dijiste –para que parezcas un caballero”. Reímos juntos.
Salimos del café y bajo el cielo lluvioso caminamos hasta mi coche. Subiste y en silencio conduje hasta tu casa a unas calles de ahí. Cuando aparqué no moviste la mirada del frente.
“¿Cómo haces para creer tanto en mí?”.
Tardé en responder pero lo hice. “No lo sé… -mentí –supongo que es algo que se me da en automático”.
“Cuando lo averigües dímelo, porque yo no encuentro la manera”.
Antes de que bajaras te tomé por el hombro. “¿Nos veremos de nuevo?”.
“Sabes que sí”.
Bajaste de coche como siempre bajas: sin besarme en la boca, sin tocar mis labios y sin regalarme el ansiado contacto de nuestras lenguas, dejando la añoranza y el sueño encendidos dentro de mi. Encendí el coche cuando te venía cruzar el umbral de tu puerta y partí rumbo a mi casa.
Maldita, creeré en ti mientras no me beses... Vale más que no lo sepas.
Antonio Argüello
26 de diciembre de 2005
7 Comments:
Ojos azulverde... tu delirio.
Me gustó. Uno de los textos mas limpios tuyos que he leido.
Un abrazo fuerte.
Toño, estuvo genial!
Ami me gustó mucho mucho mucho la historia (Hay que aceptarlo, tiene final perrostyle), sin embargo no me pareció tan limpia, creo que hay un par de palabras de sobra. Pero me gusta mucho.
Ay Arguello!
Lindo relato, extrañamente dulce para ti. Me gustó mucho.
Osssss... Uno no puede cambiar un poco el giro en un texto porque todos se lo echan en cara... Jjajaja. Gracias totales.
¿Como que te lo echamos en la cara? Toño, estas viendo demasiada pornografía...
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