La fosa
Muy bien, ya que insisten les dejo este cuento, aunque más que un cuento es un ejercicio. El tema es algo trillado y la hisotira podría parecerse a otras historias, pero quería experimentar y ver qué salía si me sentaba a escrbir mientras escuchaba "La Carencia" de Panteón Rococó y "Resistencia" de Ska-P. Así que excusando el anacronismo (como si hubiera otra forma de escribir), rásquele, mi Amado Nervio....
El sol despuntaba tardío y somnoliento mientras los últimos diez hombres daban los palazos finales a la enorme fosa. La luz se anunciaba tarde en el fondo, como si el sol evadiera la tristeza acumulada en lo hondo y la fétida pestilencia de los cadáveres. Desde lo alto, los capataces con su líder al centro observaban silenciosos e inexpresivos la magnitud de la obra: cien metros de diámetro y otros cientos de profundidad.
Los hombres ya no recordaban cuántos meses les había llevado cavar semejante hoyo. Nunca preguntaron el motivo del trabajo. Nadie preguntó qué utilidad se le daría, y aun así, de haberlo hecho, ya nadie lo recordaría. No recordaban nada. No recordaban siquiera cuántos compañeros habían muerto; cuántos de hambre, sed o de simple cansancio; o cuántos habían muerto de enfermedades e infecciones por la diaria convivencia con los cadáveres. Los trabajadores sólo recordaban que inicialmente era una multitud la que comenzó con la labor a pico y pala, todos con la misma esperanza de ser generosamente recompensados por los capataces y autoridades, y ahora eran apenas unos cuantos. Todos muertos. Todos regados por el fondo en distintos estados de putrefacción. Algunos aun con figura humana, otros convertidos en piltrafas engusanadas y deformes. No había manera de sepultarlos: la tierra que los cubriera terminaría removida para ampliar la fosa. Todos ellos, uno a uno, fueron cayendo inertes sobre la tierra, las piedras y la nada. Algunos en un esfuerzo extra, un palazo, lo que fuera, sufrían un infarto fulminante, su corazón agotado tras meses de extenuante labor no sólo se rendía: reventaba, se rompía, en un parpadeo se desplomaban muertos. A otros los venció la sed y el hambre. El sol cruel no perdonaba. Su peso era insoportable y en los mediodías no había dónde esconderse de él. Los jefes no habían dado casas de campaña, lonas ni nada con qué construir refugios. El único cobertizo eran las mismas paredes de la fosa cuando el sol se inclinaba en las mañanas y ya entrada la tarde, creando enromes sombras. Pero nada más.
Sin embargo, las muertes más patéticas habían venido ya muy avanzados los trabajos, pasados los meses, cuando decenas de hombres habían fallecido de las formas descritas. Fue cuando llegaron las enfermedades. Entonces ya no sólo se tenían hombres cansados y hambrientos: ahora eran hombres agónicos por males inidentificables, atroces por la ausencia de medicinas y la poquísima cantidad de agua y alimentos que diariamente proporcionaban los capataces en lo alto, agudizadas por la insalubridad. Sin más opción o esperanza que la pronta llegada de la muerte… al menos al principio.
Cuando se dieron cuanta que el primer brío de cualquier padecimiento era una automática sentencia de muerte, decidieron asesinar al sujeto en cuestión. Un golpe certero en el rostro con un pico mientras el enfermo dormía era suficiente. La sombra amenazante sobre el rostro del enfermo y nada más. No había grito. No había llanto. No había nada. En algunas ocasiones, cuando el dolor por la enfermedad no le permitía conciliar sueño al aquejado, sólo se recostaba y fingía estar dormido, aguardando el toque final de sus compañeros. Casi nadie se resistía a ese destino. Sabían que las agonías eran insoportables, que el calor pronunciaba las fiebres, que la suciedad e inmundicia agravaba las infecciones. Si la vida en la fosa estaba muy por debajo de la dignidad humana, la muerte lo estaba aún más.
Por todo eso, aquella última decena de hombres apenas podía creer cuando vieron el trabajo terminado: una enorme planicie cientos de metros bajo la tierra, construida con la sangre y el sudor de cientos de hombres, sin máquinas de ningún tipo, sin excavadoras hidráulicas ni algún otro equipo especializado, salvo las herramientas manuales.
Los hombres se pararon al centro de su obra y la observaron mientras el sol se animaba a salir del todo. Se abrazaron. Respiraron aliviados. Gritaron. Se felicitaron unos a los otros en medio de lágrimas y una casi olvidada alegría, aun con las montañas de cadáveres apilados en diferentes puntos del fondo. Por primera vez en todos los meses que llevaban recluidos en ese lugar, se sintieron felices.
Entonces aparecieron los capataces. Primero uno, luego el resto, decenas de ellos en la cima, justo a la orilla del precipicio. Los hombres los veían con dificultad, cegados por el sol de oriente Escucharon un sonido extraño: motores, sí; numerosos motores de vehículos que se aproximaban desde la lejanía. No tardaron en aparecer también en la cima. No menos de 50 tractocamiones. Todos alrededor del perímetro. Todos en reversa.
Los hombres miraron al líder de los capataces. El los miraba también. Silencioso. Inexpresivo. Llevaba un arma larga en su mano derecha apuntando al suelo. Con la mano libre hizo una señal y los camiones abrieron sus compartimientos liberando su carga. Los hombres hubieran querido verlo dibujar una sonrisa de maldad o de satisfacción, la mirada de un villano complacido por la fechoría que estaba a punto de realizar, la sonrisa del diablo, el rostro de Caín, lo que fuera: algo que le diera sentido a lo que estaba por suceder, pero no fue así. Su gesto permanecía estoico. Indiferente. Como quien no le interesa a ningún nivel lo que sucede a su alrededor. Autómata. Los compartimientos de los camiones se abrieron completamente. La descarga comenzó. De cada uno de las cajas comenzaron a caer cadáveres. Cientos. Todos estrellándose contra el fondo del abismo. Uno tras otro en una lluvia putrefacta de miembros humanos y sangre coagulada. Rápidamente el piso se cubrió de cuerpos mientras los trabajadores miraban incrédulos y entendían lo que habían construido durante meses de sufrimiento y abandono. Gritaban. Pedían auxilio. Insultaban a los capataces pero nadie los escuchaba. Los cuerpos hacían un ruido ensordecedor al estrellarse contra el piso primero y contra otros cadáveres después.
Los hombres veían cómo se retiraban los camiones cuando terminaban de vaciarse y los sustituían otros para continuar con el trabajo.
En tanto, los trabajadores se esforzaban por esquivar los cientos de cadáveres. Un golpe desde esa altura sería fatal. Lo supieron enseguida cuando uno de ellos fue golpeado. Cayó muerto y se perdió entre la alfombra de muerte, luego uno más y otro. Los que no morían en el impacto morían asfixiados al ser cubiertos por el mórbido maná.
El vaciado duró más de tres horas, durante las cuales los camiones no dejaron un solo minuto de liberar cuerpos en la fosa. Al final, sólo dos trabajadores habían logrado sobrevivir, el resto sucumbió a la lluvia muerta. Ahora la fosa tenía sólo 50 metros de profundidad. Los dos hombres miraban con odio y temor al líder de los capataces que parecía estar a punto para dar otra orden.
Trataron de pedir piedad pero la voz se negó a salir. El cansancio era demasiado intenso. La desesperanza demasiado profunda. Apenas atinaron a hacer un gesto al líder. El mediodía se había asentado y el sol golpeaba con toda su fuerza.
Una gota de sudor entró en el ojo del jefe. Estaba fastidiado tras la jornada. Con la misma mirada de desdén que tuvo al iniciar el llenado de la fosa tomó su pistola y disparó en certeras ocasiones contra los dos hombres. Ambos murieron al instante entre ecos de las detonaciones.
Fue entonces que el capataz hizo la señal que los dos trabajadores esperaban y temían sin saber: la que autorizaba a la maquinaria de construcción cubrir la fosa y sepultar todo lo acontecido. Los demás capataces obedecieron sin decir palabra. El líder observaba en silencio cómo todo iba cubriéndose de tierra y roca. El desdén en su mirada no desapareció jamás.
Antonio Argüello
13 de noviembre, 2005
El sol despuntaba tardío y somnoliento mientras los últimos diez hombres daban los palazos finales a la enorme fosa. La luz se anunciaba tarde en el fondo, como si el sol evadiera la tristeza acumulada en lo hondo y la fétida pestilencia de los cadáveres. Desde lo alto, los capataces con su líder al centro observaban silenciosos e inexpresivos la magnitud de la obra: cien metros de diámetro y otros cientos de profundidad.
Los hombres ya no recordaban cuántos meses les había llevado cavar semejante hoyo. Nunca preguntaron el motivo del trabajo. Nadie preguntó qué utilidad se le daría, y aun así, de haberlo hecho, ya nadie lo recordaría. No recordaban nada. No recordaban siquiera cuántos compañeros habían muerto; cuántos de hambre, sed o de simple cansancio; o cuántos habían muerto de enfermedades e infecciones por la diaria convivencia con los cadáveres. Los trabajadores sólo recordaban que inicialmente era una multitud la que comenzó con la labor a pico y pala, todos con la misma esperanza de ser generosamente recompensados por los capataces y autoridades, y ahora eran apenas unos cuantos. Todos muertos. Todos regados por el fondo en distintos estados de putrefacción. Algunos aun con figura humana, otros convertidos en piltrafas engusanadas y deformes. No había manera de sepultarlos: la tierra que los cubriera terminaría removida para ampliar la fosa. Todos ellos, uno a uno, fueron cayendo inertes sobre la tierra, las piedras y la nada. Algunos en un esfuerzo extra, un palazo, lo que fuera, sufrían un infarto fulminante, su corazón agotado tras meses de extenuante labor no sólo se rendía: reventaba, se rompía, en un parpadeo se desplomaban muertos. A otros los venció la sed y el hambre. El sol cruel no perdonaba. Su peso era insoportable y en los mediodías no había dónde esconderse de él. Los jefes no habían dado casas de campaña, lonas ni nada con qué construir refugios. El único cobertizo eran las mismas paredes de la fosa cuando el sol se inclinaba en las mañanas y ya entrada la tarde, creando enromes sombras. Pero nada más.
Sin embargo, las muertes más patéticas habían venido ya muy avanzados los trabajos, pasados los meses, cuando decenas de hombres habían fallecido de las formas descritas. Fue cuando llegaron las enfermedades. Entonces ya no sólo se tenían hombres cansados y hambrientos: ahora eran hombres agónicos por males inidentificables, atroces por la ausencia de medicinas y la poquísima cantidad de agua y alimentos que diariamente proporcionaban los capataces en lo alto, agudizadas por la insalubridad. Sin más opción o esperanza que la pronta llegada de la muerte… al menos al principio.
Cuando se dieron cuanta que el primer brío de cualquier padecimiento era una automática sentencia de muerte, decidieron asesinar al sujeto en cuestión. Un golpe certero en el rostro con un pico mientras el enfermo dormía era suficiente. La sombra amenazante sobre el rostro del enfermo y nada más. No había grito. No había llanto. No había nada. En algunas ocasiones, cuando el dolor por la enfermedad no le permitía conciliar sueño al aquejado, sólo se recostaba y fingía estar dormido, aguardando el toque final de sus compañeros. Casi nadie se resistía a ese destino. Sabían que las agonías eran insoportables, que el calor pronunciaba las fiebres, que la suciedad e inmundicia agravaba las infecciones. Si la vida en la fosa estaba muy por debajo de la dignidad humana, la muerte lo estaba aún más.
Por todo eso, aquella última decena de hombres apenas podía creer cuando vieron el trabajo terminado: una enorme planicie cientos de metros bajo la tierra, construida con la sangre y el sudor de cientos de hombres, sin máquinas de ningún tipo, sin excavadoras hidráulicas ni algún otro equipo especializado, salvo las herramientas manuales.
Los hombres se pararon al centro de su obra y la observaron mientras el sol se animaba a salir del todo. Se abrazaron. Respiraron aliviados. Gritaron. Se felicitaron unos a los otros en medio de lágrimas y una casi olvidada alegría, aun con las montañas de cadáveres apilados en diferentes puntos del fondo. Por primera vez en todos los meses que llevaban recluidos en ese lugar, se sintieron felices.
Entonces aparecieron los capataces. Primero uno, luego el resto, decenas de ellos en la cima, justo a la orilla del precipicio. Los hombres los veían con dificultad, cegados por el sol de oriente Escucharon un sonido extraño: motores, sí; numerosos motores de vehículos que se aproximaban desde la lejanía. No tardaron en aparecer también en la cima. No menos de 50 tractocamiones. Todos alrededor del perímetro. Todos en reversa.
Los hombres miraron al líder de los capataces. El los miraba también. Silencioso. Inexpresivo. Llevaba un arma larga en su mano derecha apuntando al suelo. Con la mano libre hizo una señal y los camiones abrieron sus compartimientos liberando su carga. Los hombres hubieran querido verlo dibujar una sonrisa de maldad o de satisfacción, la mirada de un villano complacido por la fechoría que estaba a punto de realizar, la sonrisa del diablo, el rostro de Caín, lo que fuera: algo que le diera sentido a lo que estaba por suceder, pero no fue así. Su gesto permanecía estoico. Indiferente. Como quien no le interesa a ningún nivel lo que sucede a su alrededor. Autómata. Los compartimientos de los camiones se abrieron completamente. La descarga comenzó. De cada uno de las cajas comenzaron a caer cadáveres. Cientos. Todos estrellándose contra el fondo del abismo. Uno tras otro en una lluvia putrefacta de miembros humanos y sangre coagulada. Rápidamente el piso se cubrió de cuerpos mientras los trabajadores miraban incrédulos y entendían lo que habían construido durante meses de sufrimiento y abandono. Gritaban. Pedían auxilio. Insultaban a los capataces pero nadie los escuchaba. Los cuerpos hacían un ruido ensordecedor al estrellarse contra el piso primero y contra otros cadáveres después.
Los hombres veían cómo se retiraban los camiones cuando terminaban de vaciarse y los sustituían otros para continuar con el trabajo.
En tanto, los trabajadores se esforzaban por esquivar los cientos de cadáveres. Un golpe desde esa altura sería fatal. Lo supieron enseguida cuando uno de ellos fue golpeado. Cayó muerto y se perdió entre la alfombra de muerte, luego uno más y otro. Los que no morían en el impacto morían asfixiados al ser cubiertos por el mórbido maná.
El vaciado duró más de tres horas, durante las cuales los camiones no dejaron un solo minuto de liberar cuerpos en la fosa. Al final, sólo dos trabajadores habían logrado sobrevivir, el resto sucumbió a la lluvia muerta. Ahora la fosa tenía sólo 50 metros de profundidad. Los dos hombres miraban con odio y temor al líder de los capataces que parecía estar a punto para dar otra orden.
Trataron de pedir piedad pero la voz se negó a salir. El cansancio era demasiado intenso. La desesperanza demasiado profunda. Apenas atinaron a hacer un gesto al líder. El mediodía se había asentado y el sol golpeaba con toda su fuerza.
Una gota de sudor entró en el ojo del jefe. Estaba fastidiado tras la jornada. Con la misma mirada de desdén que tuvo al iniciar el llenado de la fosa tomó su pistola y disparó en certeras ocasiones contra los dos hombres. Ambos murieron al instante entre ecos de las detonaciones.
Fue entonces que el capataz hizo la señal que los dos trabajadores esperaban y temían sin saber: la que autorizaba a la maquinaria de construcción cubrir la fosa y sepultar todo lo acontecido. Los demás capataces obedecieron sin decir palabra. El líder observaba en silencio cómo todo iba cubriéndose de tierra y roca. El desdén en su mirada no desapareció jamás.
Antonio Argüello
13 de noviembre, 2005
3 Comments:
al igual que el ultimo cuento tuyo que leí, genial
chido, Toño
Me gusta. Creas muy bien el ambiente, y me parece muy bien logrado la caracterización del capataz.
Es más creo que lo conozco, trabajé para el en gamesa...
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